Relato de María Abella Otero (2º BAC):
Eran
casi las doce de la noche cuando dobló la esquina. Nadie se había
cruzado en su camino desde hacía ya casi una hora. Sin embargo, al
doblar la esquina se encontró frente a frente con un enorme cuervo.
Un cuervo negro. Pero no era un cuervo negro normal. Este tenía unas
plumas brillantes y limpias; y sus ojos se clavaban como dos agujas
en ella. No pudo evitar detenerse para observar la majestuosa ave. Se
encontraba posada sobre una farola, una vieja y oxidada. Por debajo
de sus patas sobresalía algo de musgo, fruto de la humedad que
asolaba aquella desprotegida zona. Pero el ave parecía no darse
cuenta de nada. Ni del oxido, ni del musgo, ni de la llovizna que
empezada a caer. Solo tenía ojos para ella. Se quedó un rato
mirándolo, pero al ver que la lluvia parecía ir a más reanudó
apresuradamente su paso.
Sentía
los pies fríos y húmedos, y se dio cuenta de que el agua comenzaba
a penetrar sus botas y a empapar sus calcetines. Entonces se detuvo
bajo un soportal. Quizá había metido su paraguas en el bolso, lo
cual le sería muy útil para llegar a casa sin coger una pulmonía.
Metió la mano e intentó a tientas descubrir algún resto de su
paraguas. Sin embargo, no fue capaz de encontrarlo. En tanto, la
lluvia continuaba cayendo incesantemente. Cada vez lo hacía con más
fuerza, y comenzaba a estar aterida. Decidió quedarse allí hasta
que el tiempo mejorase, y se ajustó la bufanda para proteger su
cuello del mal tiempo.
Entonces
apareció. En una de las ramas más gruesas del árbol de la acera,
un cuervo se posó lentamente. No es fácil distinguir un cuervo de
otro, pero ella estabas segura de que no era la primera vez que veía
a aquel. Lo había visto hacía ya un rato reposando en una farola.
Se lo decían sus ojos. Sus ojos negros e incisivos. La lluvia y
aquel animal la estaban empezando a poner nerviosa. Intentando que no
se le cayera el contenido del bolso al suelo, se lo colgó al hombro
y decidió continuar su camino.
Tan
solo unos minutos después de caminar bajo la incesante lluvia, un
tremendo estruendo le desgarró el oído. El cielo bramaba. Bramaba
como pocas veces había visto hacerlo. Poco después una intensa luz
penetró en sus ojos. La tormenta estaba cerca. Decidió que lo mejor
sería correr hasta llegar, visto que el tiempo no parecía facilitar
la travesía. Pero no era fácil hacerlo con aquel calzado, y no pudo
evitar tropezar con un agujero. Cayó de bruces al suelo y se rasgó
todo el pantalón. Tras recomponerse del susto, se incorporó
lentamente e hizo ademán de recoger sus pertenencias, ahora
esparcidas por toda la calle empedrada, mojándose incesantemente.
Pero
algo le hizo cambiar de opinión. Un cuervo aterrizó entre sus
cosas. Momentáneamente se olvidó por completo del bolso y su
contenido y echó a correr, tan rápido como sus maltratadas piernas
le permitieron. La tormenta no amainaba. Los rayos se sucedían
atropelladamente y la lluvia golpeaba los cristales de las viviendas.
Ni una sola luz asomaba ya por las envejecidas farolas. El único
ruido procedía de los gritos del cielo y de las ramas de los
árboles, que comenzaban a notar los efectos de un incipiente viento.
Siguió
corriendo hasta doblar la esquina. No se había cruzado con nadie
hacía ya casi una hora. Sin embargo, al doblar la esquina se
encontró frente a frente con un enorme cuervo. Un cuervo negro. Pero
no era un cuervo negro normal.